Lo que las mujeres de Colombia me enseñaron de supervivencia y temple ante el horror y la muerte
- Natalio Cosoy
- BBC Mundo, Colombia (@nataliocosoy)

Fuente de la imagen, NAtalio Cosoy / bbc mundo
Las vecinas de la Ciudad de las Mujeres.
Las guerras en general las pelean los hombres y las padecen todos; mientras la vida en medio del conflicto casi siempre la sostienen las mujeres.
Ellas han cumplido y cumplen un papel estoico en las más diversas latitudes: las Madres de Plaza de Mayo en Argentina, las Mujeres de Calama en Chile, por citar dos ejemplos cercanos, que se han dedicado a buscar a sus desaparecidos; las muchas otras organizaciones en tantas partes del mundo, las muchas más mujeres anónimas.
Pero con más de medio siglo de conflicto interno entre guerrillas de izquierda, paramilitares de derecha y las fuerzas del Estado, precedido por un período tan salvaje que se llamó La Violencia y aún antes varias décadas de luchas fratricidas, en Colombia las mujeres han venido enfrentado un desafío mayúsculo.
En casi un año y medio de cubrir el país para BBC Mundo he escuchado del horror, la muerte, el mal y el odio, el sinsentido, el heroísmo vacío de las armas, las pérdidas que quieren ser justificadas por políticas, ideologías y banderas.
Pero luego uno escucha en boca de mujeres de Colombia historias de un heroísmo silencioso, desarmado, aguantador y cotidiano.
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Jackeline Rojas perdió a su pareja, su padre y su hermano por la violencia en Colombia.
Como las vecinas de la Ciudad de las Mujeres, que me contaron cómo lograron organizarse, construir sus casas, y sacar a sus familias de una vida miserable en las afueras de Cartagena, donde habían sido desplazadas de diferentes partes del país durante décadas de conflicto.
Tras sufrir violencia sexual por parte de todos los actores armados, ver a sus parejas asesinadas, haber tenido que dejar sus tierras, siguen sosteniendo a sus familias de cara a las amenazas de viejos y nuevos enemigos y al olvido de las autoridades que, me aseguraron, las tienen abandonadas.
"Las principales víctimas de estos 50 años de conflicto armado han sido las mujeres, porque los hombres mueren", me dice Florence Thomas, coordinadora del grupo Mujer y Sociedad de la Universidad Nacional de Colombia.
Como señala el informe "Mujeres y guerra. Víctimas y resistentes en el Caribe colombiano", del Centro Nacional de Memoria Histórica: "Sin notoriedad pública deben luchar contra un acumulado de invisibilidades, incluso anterior al conflicto: rescatar la dignidad y el reconocimiento de roles, anodinos para muchos; y sobrellevar las afectaciones cotidianas durante la guerra".
"Son esas mujeres del común", agrega, "las que más muertes padecen, o las que sobreviven a sus padres, hijos o esposos, sin otra opción que la de soportar con resignación y dignidad los impactos psicológicos, económicos y sociales del conflicto".
Fuente de la imagen, Natalio Cosoy / BBC Mundo
Amanda Guasiruma pertenece a una generación que, sin comprometer las tradiciones de su grupo indígena, los Embera, está intentando erradicar la mutilación genital femenina que todavía se practica en algunas comunidades de su nación.
De muchas mujeres que conocí directa o indirectamente en Colombia no puedo dar los nombres, porque sienten que su vida sigue en riesgo o porque cargan con el miedo al estigma y la vergüenza por las atrocidades que pasaron.
Me vienen a la mente dos que fueron abusadas sexualmente de forma salvaje, una violencia multiplicada infinitamente por la violación concretada -en un caso- o temida -en otro- de sus hijos, de su hija, a tan solo a unos metros de distancia.
Una de ellas me contó cómo piensa y repiensa en dejar este mundo, matar los temblores de ansiedad quitándose la vida, pero no lo hace porque sería abandonar a su hijo.
Otra mujer, Jackeline Rojas, me contó cómo en el conflicto perdió a su padre, su hermano, su pareja, cada uno a mano de un grupo armado diferente. Cómo, por su rol como activista social, fue amenazada y tuvo que abandonar su ciudad. Y cómo, a pesar de todo, sigue adelante con sus convicciones.
Fuente de la imagen, AFP
La canciller María Ángela Holguín, en La Habana, junto al jefe del equipo negociador de paz del gobierno colombiano, Humberto De la Calle.
En La Habana, allí donde el gobierno colombiano ha negociado la paz con las FARC, allí donde suelen ser hombres los que muestran sus rostros orgullosos del proceso que lideran, quien tuvo un rol crucial para destrabar los diálogos y llevar a un decisivo anuncio de cese el fuego bilateral el 23 de junio pasado fue una mujer: la canciller colombiana María Ángela Holguín, quien silenciosamente y sin aspavientos generó el ambiente de confianza necesario para alcanzar el consenso.
Otra mujer, del otro lado de la difusa línea divisoria de esta guerra, una comandante de la guerrilla de las FARC me dijo que estaba convencida de que a medida que las mujeres fueron ganando lugar en ese grupo guerrillero y comenzaron a subir en el escalafón, a tener más poder de decisión, posiblemente lo hayan vuelto más propenso a hablar de paz en forma sincera.
La de la canciller y la de la comandante guerrillera son historias algo más grandilocuentes, pero es en las chiquitas, cotidianas, anónimas, donde tal vez más se admira este coraje femenino que sostiene el país.
En una casa muy pobre, en un cerro en la localidad de Soacha, pegada a Bogotá, conocí a una mujer ya algo mayor, desplazada por la violencia, desplazada tres veces. Esa mujer me contó cómo le tocó dejar su hogar a la fuerza por primera vez cuando todavía estaba en el vientre de su madre. Cómo le tocó ver matar a machetazos a su marido. Y cómo, porque toca, sigue adelante solo porque cuida de una niña que no tiene quien vele por ella.
En Colombia, para dar continuidad a la vida, las mujeres no solo paren, también se hacen cargo: sobre todo se hacen cargo de sostener a las familias, trabajando horas y después más horas en la casa.
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Ederlidia Garizao fue costurera de los paramilitares, se desmovilizó de ese grupo armado, sufrió un atentado contra su vida y decidió desplazarse a Bogotá, donde tiene su propia empresa de confección, en la que da trabajo a otras mujeres, muchas con historias parecidas a la suya.
"A las actividades habituales han tenido que sumar nuevas tareas para subsanar los vacíos dejados por la muerte de sus allegados y nuevos roles que tienen que afrontar dentro de una situación de vulnerabilidad extrema", dice el informe del Centro de Memoria Histórica.
Así quedan convertidas en jefes de familia e intermediarias ante las autoridades.
"Aun cuando la mujer se compara con hombres de igual edad, igual nivel educativo y que ambos estén trabajando, ellas siguen asumiendo una carga de trabajo no remunerado mucho mayor", afirma Carlos Duque García, investigador en Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de Colombia.
Duque García analizó información de estadísticas oficiales que da cuenta de que las mujeres en promedio realizan siete horas diarias de cuidado doméstico no remunerado. ¿Los hombres? No alcanzan las tres.
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Ximena Peña diseñó un proyecto que busca redistribuir la carga de las tareas al interior del hogar.
No sorprende que sea una mujer la que se haya propuesto romper esta lógica. La académica Ximena Peña trata de devolverle horas de ocio, de estudio, de estar con los hijos, a mujeres de familias pobres, con vidas muy parecidas a la de esa señora de Soacha. Les entregó lavadoras de ropa no solo para que ellas ahorren jornadas de hacerlo a mano, sino para darle la oportunidad a sus parejas de hacerse cargo de al menos una tarea del hogar.
No siempre tuvo buenos resultados: muchos hombres ni se acercan a las lavadoras. Pero le regaló más tiempo a las mujeres.
Y no, no todas las mujeres en este país son buenas, no todas las mujeres se han salvado de convertirse en guerreras despiadadas o en dejar de lado a su familia o ser corruptas.
Pero hay muchas, muchísimas que están salvando silenciosamente a Colombia, mientras muchos, muchísimos de sus grandes hombres marchan con sus fusiles o se dan fotográficos apretones de manos que salen en portadas globales.
También hay las que le dan gloria pública desde el arte, la música, el deporte. En estos días en que todavía perdura el sabor de Río 2016 bien vale recordar que las dos más exitosas atletas olímpicas colombianas son mujeres: Caterine Ibargüen y Mariana Pajón.
Cuando la académica Florence Thomas llegó desde Francia a Colombia en 1967 no encontró mujeres, encontró mamás, me dice. Esto ya ha cambiado.
Lo que le falta todavía al país, a las mujeres colombianas -asegura Thomas y muchas otras- que es más de ellas estén en el poder, embarcadas en proyectos políticos.
Como canta Piedad Julio Ruiz, mujer víctima del conflicto: "El gremio femenino se encuentra con derecho/ De luchar por la patria y buscarle solución/ A todos los problemas que tenga la nación,/ Y darle a nuestros hijos un futuro mejor".
Las vecinas de la Ciudad de las Mujeres lo han pensado: me dijeron que quieren dejar de ser víctimas nomás y convertirse en políticas, para defender sus derechos y los de sus pares desde el poder.
Tal vez una de ellas, o una de sus hijas o nietas, termine siendo la primera presidenta de Colombia.
Fuente de la imagen, Eugenia Rodríguez Pería
Natalia Ponce De León, víctima de ataque con ácido, es un ejemplo más de fuerte mujer colombiana.

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